Lejos de ser un día festivo el 16 de agosto, Día del Niño, para los paraguayos, es una fecha de homenaje a todos los niños mártires que entregaron sus vidas por defender la tierra guaraní en 1869, durante la guerra de la Triple alianza, 7 meses después la dura guerra llegó a su fin.
En el campo del infortunio, no se visualiza más que un descampado, donde continúan las procesiones conocida como Kurusu Dolores, en la ciudad de Eusebio Ayala. De acuerdo a los registros históricos, 14 mil hombres, formados en realidad por ancianos y niños de entre 10 y 17 años, que fueron muchos acompañados por sus propias madres, mujeres que ayudaban en el acarreo de cañones, municiones y enseres y estaban listas para asistir a sus pequeños heridos.
(Del libro Soldados de la Memoria. Imágenes de la Guerra del Paraguay, de Miguel Angel Cuarterolo)
El lunes 16 de agosto a las 7 de la mañana, el atípico ejército paraguayo se enfrentó al combate por demás desigual, los niños y ancianos enfermos cargaban anticuados fusiles y cañones de corto alcance. Los últimos defensores paraguayos, la mayoría niños, cayeron cerca del arroyo Piribebuy. Aproximadamente 1.500 personas salvaron sus vidas internándose en el bosque que les permitió alcanzar Caraguatay.
Cerca de las 18: 00 la guerra, la matanza había terminado, varios de los niños que sobrevivieron cayeron prisioneros, entre los cuales están Florentín Oviedo y José Dolores Molas, quienes solo fueron capturados por estar desvanecidos. También estuvo en esta batalla Emilio Aceval, de 16 años, que en 1898 se convertiría en presidente de la República del Paraguay.
Los mismos brasileños confesaron que había sido un baño de sangre, y culparon al mariscal López, que mandaba a su gente a pelear a pesar de que sabían que iban a una muerte segura.
Martin Mac Mahon, un héroe de la Guerra de Secesión que se caracterizó por la defensa del Paraguay y que denunció los abusos cometidos por los aliados, cuando ya todo había terminado, recordó en diversos ensayos que publicó en Harper’s New Monthly Magazine en 1870, a “niños tiernos que llegaban arrastrándose, las piernas desechas o con horribles heridas de balas en sus cuerpos semidesnudos. No lloraban ni gemían ni imploraban auxilios médicos. Cuando sentían el contacto de la mano misericordiosa de la muerte, se echaban al suelo para morir en silencio como habían sufrido”, menciona en su escrito.